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- ¿Es mal momento, señor Gaudí? - le pregunto con admiración y sorpresa al ver que está almorzando.
-No, querido amigo. Siéntese conmigo y compartamos una buena conversación.
Sobre un mantel de un blanco impoluto, se encontraba un plato de lechuga y escarola, a las que Don Antonio añadió, tras aplastarlas, unas gotas de un brillante aceite de oliva. Su rostro cambió de aspecto y sus ojos se abrieron con el ansia de degustar su extraño preparado.
“No me mire así, esto es lo que me ha recomendado el reputado Dr. Kneipp. También me ha prescrito unos baños termales, que tomaré cuando acabe las obras del Palacio Episcopal de esta ciudad de Astorga.”
Esta podría ser una de tantas comidas a las que el arquitecto estaba acostumbrado.
¿Sabías, querido lector, que Gaudí era vegetariano? Sin embargo, en su juventud fue un gran gourmet, pero su mala salud y su reuma, le obligaron a cambiar sus hábitos alimenticios. Se volvió un amante de la verdura cruda, de los frutos secos y de acompañar la leche con una mandarina.
Su religiosidad y su naciente ascetismo lo habían convertido en un comensal cuya frugalidad era su principal enseña, quizá por la tradición de dejar el estómago medio vacío para llenarlo por completo del mismo Dios.
Hizo de esta frase su premisa de vida. “Hay que comer para vivir, no vivir para comer”.
A Gaudí le gustaba terminar sus comidas con un trozo de miga de pan, a la que él mismo llamaba “la esponja de la dentadura”, para limpiarse los dientes y después terminar enjuagándolos con un vaso de agua. Pero el genio modernista ocultaba un pequeño pecado. Era bastante goloso. Si no tenía una manzana asada para el postre, solía degustar una rebanada de pan con un chorro de miel.
Es muy probable que sucumbiese a una manzana reineta del Bierzo o unos deliciosos puerros de Sahagún. Pero todo de una manera comedida y lógica. Ya lo dijo claramente refiriéndose al arte: “El Arte lo hace el hombre para el hombre y, por tanto, debe ser racional”. Así pues, la comida ha sido hecha por el hombre para el hombre, y debe consumirse de manera racional.
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